Eutanasia o suicidio asistido
Jesús García Peón (Oviedo) – LNE 13/4/2019
El derecho a morir dignamente no debería estar en cuestión, como tampoco en
duda el respeto a la persona que actúa como asistente en un suicidio asistido.
Es cuestión de entenderlo, porque coloquialmente hablamos de eutanasia y
suicidio asistido sin entender a fondo lo que significa cada cosa y por eso no
me gusta entrar en significados cuya interpretación varía dependiendo de
ideologías y afinidades religiosas que dificultan el entendimiento y la razón.
Quería hablar de esto ahora que da la impresión de que Ángel, la persona
que recientemente asistió a su esposa, María José, en su deseo de morir
dignamente, pueda sufrir todo el peso de una ley que injustamente se le
pretende aplicar. Y también para recordar a nuestros representantes políticos,
ahora que estamos en tiempo de elecciones, su obligación de legislar y tomar
medidas para todos y no solo para aquellos que creen los eligieron.
Paul Lafargue fue un periodista, médico, librepensador y revolucionario
franco-español que en 1911, a la edad de 69 años, decidió quitarse la vida
junto a su esposa en un acto suicida decidido con antelación y dejando un
escrito que comenzaba así: “Estando sano de cuerpo y espíritu, me quito la vida
antes de que la impecable vejez me arrebate uno después de otro los placeres y
las alegrías de la existencia, y de que me despoje también de mis fuerzas
físicas e intelectuales...”. Con el escrito enviaba un mensaje al mundo, el
derecho que le asistía a morir dignamente en lugar de esperar los avatares que
le deparara el libre albedrío.
Al margen de opiniones, su acto voluntario no admite discusión, pero, ¿qué
ocurre cuando la persona que piensa como él, por impedimento físico, necesita
la ayuda de un tercero para llevarlo a cabo, de algún voluntario que se preste
generoso en un suicidio asistido? Eso es lo que hay que regular, es en lo que
los políticos tienen que trabajar para legislar de manera adecuada, dejando al
margen ideologías y convicciones religiosas.
Hace algún tiempo, en este mismo periódico, hablé de mi amigo Aramayona,
una persona inteligente y capaz, luchador incansable y extraordinario profesor,
usuario de silla de ruedas que, cuando consideró que había vivido lo
suficiente, decidió morir en soledad, pero dignamente, dejando escrito en su
blog, a modo de epitafio la siguiente frase: “Cuando estés leyendo estas
líneas, ya habré muerto” y posteriormente pormenorizaba y razonaba su acto.
Como en el caso de Ramón San Pedro, el parapléjico gallego que grabó su
muerte para que todos presenciáramos su suicidio, la sociedad quiso encontrar
una explicación en la situación física de estos a través del argumento de la
pena, pero no es así, ambos tenían la alternativa de poder seguir viviendo con
plenas facultades mentales, las mismas que utilizaron para tomar su decisión de
morir de una forma digna.
Cabría preguntarnos ¿qué derecho nos asiste a nosotros para negar su deseo
a morir dignamente al margen del servilismo a una Iglesia que quiere imponernos
su dogma?
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