Se ha hecho común considerar nuestro sistema de salud como uno de los
mejores y más generosos del mundo. Y es posible que así sea. No es ocasión, sin
embargo, para mostrar satisfacción incondicional por ese éxito –otras ocasiones
hay–, ya que lo que vengo a plantear es una grave carencia de naturaleza
esencial, o cuando menos un importante déficit, en contraste con la costosa
inversión en instalaciones y equipos, de los programas de formación y
capacitación del personal médico y de enfermería.
Todo transcurre en el Hospital de San Agustín en Avilés, aunque
lamentablemente no creo que se trate de un fenómeno asociado a un hospital y a
unos facultativos, sino más bien de una actitud que se extiende dominante en la
práctica de la medicina.
Paciente de 95 años que ingresa con fractura de cadera sin desplazamiento
significativo, para quien se indica una intervención de fijación de cadera bajo
anestesia, en principio, epidural. Tras cuatro días de hospitalización,
desarrolla un cuadro febril asociado al parecer con una infección de orina que
se trata empíricamente con diversos antibióticos, pero que presenta recidivas
una vez interrumpido el tratamiento. Se realizan todo tipo de pruebas
diagnósticas, de imagen y analíticas, descartándose otro posible foco de la
fiebre que el citado. Cuando se considera adecuado, a las tres semanas de la
hospitalización, la paciente es bajada a quirófano, aunque la intervención no
se realiza por recurrencia del episodio febril que arrastra de manera
intermitente. Tras 34 días de diversos tratamientos con antibióticos, se
controla el proceso infeccioso que en ningún momento ha objetivado
manifestaciones extraurinarias. En ese punto, se comunica a los familiares que
la paciente ya no será intervenida porque ha tenido lugar la consolidación ósea
de la fractura, y se ha rebasado el tiempo máximo que el protocolo del hospital
establece para ese tipo de intervenciones. Se entra, a partir de ese momento,
en un escenario diferente de pronóstico más que previsible, nada esperanzador y
casi catastrófico, dada la edad de la paciente y las casi nulas opciones que
tendrá para deambular o ponerse en pie. Es de mencionar que hasta ese momento
la paciente gozaba de una independencia envidiable a su edad que le permitía
vivir sola por su propia y reiterada voluntad.
Estos hechos y decisiones se transmiten a unos familiares que en todo
momento han colaborado con los facultativos y que tienen plena conciencia de la
fragilidad de la vida de una persona de 95 años, así como del riesgo que
representa cualquier intervención a esa edad, y que han manifestado a los
médicos, en todo caso, su deseo y el de la paciente de ser intervenida para
tener una oportunidad de vida con una aceptable independencia, aunque ya
viviendo acompañada en casa de su hijo el resto de sus días.
Es aquí donde reside el deseo de hacer público este episodio. La paciente
goza de una actividad mental y de una memoria deseables en toda edad. Su
bondad, colaboración y agradecimiento por los cuidados y atenciones que recibe
es algo que conmueve y sorprende a cualquiera que la visita. En ningún instante
durante su larga hospitalización se ha desconectado de la realidad en la que
vive. Solo ha tenido en su vida un breve ingreso hospitalario anterior.
Pero la sensación que deja todo esto es que la paciente ha sido víctima de
un instrumento llamado “protocolo”. Algo que se instituye para asegurar una
calidad en la asistencia médica; un trato similar para los casos considerados
similares; una forma de evitar actuaciones improvisadas. En principio, muy
bien, salvo que en el caso que nos ocupa el protocolo ha actuado en contra de
la paciente. ¿Es necesario recordar el viejo aforismo de que no existen
enfermedades sino enfermos?
La medicina moderna es una medicina en equipo que hace más difícil el
contacto con los pacientes. En principio, esta práctica colegiada lo es para
beneficio del médico y del paciente. No siempre se consigue este efecto con el
último.
Hay que hablar con el enfermo a pie de cama, hay que conocerlo no tan solo
a través del parco y frío lenguaje de una historia clínica en la que se vierten
indicaciones, tratamientos e impresiones para uso exclusivo de facultativos en
el control de planta. Los médicos de antaño siempre lo hacían.
Hay que escuchar también a los familiares. No se trata de “evacuar”
obligadamente una información plana y fría, a veces falta siquiera de
consideraciones técnicas porque es algo a lo que la dirección-gerencia del
hospital obliga.
Nunca se ha de interrumpir el nexo humano y afectivo que liga a los que
sufren y los que tienen la posición privilegiada para ofrecer consuelo.
Consuelo de todo tipo.
Al final de la jugada, todos lo sabemos, la partida está perdida con la
muerte inevitable. Lo que nos debe ocupar es saber jugar el curso de la misma y
también su desenlace, ponderar los riesgos y los beneficios aun si se trata de
un juego de final conocido. No todos los pacientes están en disposición de
decidir sobre su propia vida. Muchos de ellos, sí.
Y a la postre, jugar todos con la mayor competencia posible, pero asimismo
con la mayor humanidad que podamos.
Llevo más de treinta años tratando con jóvenes universitarios. Conozco los
programas de las facultades de Medicina, carentes casi todos ellos de una
formación específica en materias de ética, filosofía y moral. He trabajado
también algunos años en un buen hospital y, en consecuencia, he tenido el
privilegio de conocer y trabajar con muchos buenos médicos.
Me preocupa la deriva hacia una medicina deshumanizada, por muy
especializada y brillante que pueda parecer. Al cabo, casi todos moriremos muy
bien diagnosticados.
Desearía creer a la postre cual el inolvidable Oliver Sacks, el gigante
neurólogo-humanista y escritor de nuestro tiempo, en su carta de despedida en
el "New York Times", que estamos en buenas manos.
PD. Protocolo por protocolo, la asociación de EE UU y Canadá de
Traumatología indica la intervención de cadera en personas de edad en las
primeras 72 horas desde la caída.
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