Hay personas que cuando tienen un pequeño cargo se transforman; la
inseguridad y el poder actúan como un cóctel molotov poco recomendable
Henry Kissinger, secretario de Estado
norteamericano durante los 70, no era precisamente un adonis, pero tenía fama
de seductor. Un día le preguntaron cómo conseguía alcanzar tanto éxito y él
respondió con una frase lapidaria: "el poder es el mayor afrodisíaco que existe". Y es cierto. El poder
atrae y llega a convertirse en una droga para más
de uno, independientemente de su posición. El problema es que el poder desvela también cómo somos. Podríamos decir
que actúa como la “prueba del algodón” o un contraste médico. Es una
oportunidad para ver qué hay detrás. Cuando tenemos un cargo, se nos ve el
plumero de nuestros valores y de nuestras inseguridades. Y no hace falta tener
un puestazo para que esto ocurra. La pasión por el poder habita en un sinfín de
lugares: un mando medio que disfruta con el control elevado a la enésima
potencia, el presidente de una asociación regional al que parece que se le va
la vida defendiendo su puesto, o el portero de discoteca que con cara de matón
no deja pasar a alguien sencillamente porque no le apetece. Es decir, cualquier
posición que implique una cierta capacidad de influencia. Por eso, hay personas que cuando tienen un pequeño cargo se transforman,
porque la inseguridad y el poder actúan como un cóctel molotov poco
recomendable. Pero, cuidado, el poder en sí no es malo.
Y esto es bueno matizarlo.
Decía David
McClelland , profesor de psicología de Harvard, que a todas las personas nos
mueven diferentes motivaciones sociales en el trabajo (y en la vida). Hay
quienes disfrutan con la consecución de objetivos, otros que buscan ante todo
ser parte de un grupo, y hay personas a las que les mueve influir en terceros o
tener poder. Este último grupo se clasifica a su vez en dos: los que buscan un
poder socializante, es decir, el bien común; y los que les mueve el poder
individualista o salirse con la suya a costa de terceros. Como es de suponer,
en el primero se incluyen los líderes o quienes buscan contribuir positivamente
desde cualquier posición, como profesores, psicólogos, políticos o jefes. No
importa. En el segundo caso, el poder individualista agrupa a todos aquellos
que anteponen sus intereses a los del resto, que miran su ombligo o que se
aprovechan para ganar a toda costa. Cuando alguien cae en la seducción del
poder individualista, el motor de fondo, a veces muy escondido, son sus propios
valores personales (que dejan más o menos que desear) o su inseguridad
personal, que quieren compensar con el poder. Por eso no es de extrañar
que la baja autoestima fomente el poder individualista,
malos jefes y malos gestores. Cuando se actúa así por valores un tanto
cuestionables, poco hay que hacer: cambiarle de posición o sacarle de la
organización si se puede. Cuando el motor de fondo no son valores, sino
inseguridad personal, es una mejor noticia, porque existe margen de maniobra.
Nadie nace líder. Como tampoco se nace
ingeniero, secretario o músico. Las habilidades se pueden y se deben
aprender. Cuando a uno le ascienden, al igual que tiene
que aprender los retos de la nueva posición, necesita mejorar también sus
inseguridades, porque si no lo hace, puede que de manera
inconsciente abrace el poder individualista, siendo autoritario, no
compartiendo información o machacando a todo aquel que se le ponga por el
camino. Por ello, es importante que todo aquel que tenga una posición de
influencia trabaje sobre sí mismo, a través de formación, de desarrollo o de
una reflexión sincera. Solo así podrá conseguir un auténtico liderazgo y
reducir la adicción al poder, que deja muy solo a quien la padece, ya que
cuando uno pierde el puesto, desaparecen los “supuestos amigos”.
En definitiva, si queremos sentirnos
bien con nosotros mismos, no nos creamos demasiado el poder, que es efímero
como lo es el éxito, y aprovechemos para analizar lo que nos ocurre si se nos
sube mucho a la cabeza. Solo así habrá valido la pena.
No hay comentarios:
Publicar un comentario